El revolucionario año 1968 había asistido a la suspensión del Festival de Cannes por primera vez en su historia, tras las presiones ejercidas por las huelgas estudiantiles a las que se sumaron artistas y cineastas. En Europa, la insurrección alcanzó otras muestras y festivales cinematográficos y dejó grandes disturbios en Venecia, Pésaro o Knokke-Le Zoute (Bélgica), entre otros. Apenas un par de años más tarde, la llama también se prendería en Berlín, tras un escándalo de censura contra una película que retrató las durísimas acciones del ejército norteamericano durante la invasión de Vietnam.

Mientras las luchas ‘sesentayochistas’ agitaban otros festivales internacionales, el discurso oficial del régimen español, avalado por los medios de comunicación y por la propia organización del certamen, vendió la imagen de un Festival de San Sebastián “en calma”.

Esta entrevista a la dirección del certamen –capitaneada desde la edición anterior por Miguel de Echarri-, realizada en vísperas de la celebración de su 16º edición, enfatizó sus aspectos más cosmopolitas, como el atractivo turístico inherente a la institución y su relación con el territorio y la ciudadanía. Las respuestas de la entrevista también despojaban de cualquier dimensión política a estas manifestaciones cinematográficas afirmando que “los festivales de cine como Venecia y Cannes, y también el de San Sebastián, se crearon con fines turísticos”.

Investigaciones posteriores en el campo de los estudios sobre festivales, han arrojado luz sobre este aspecto: la Biennale fue fundada en 1932 por el gobierno fascista de Benito Mussolini para promover un cine nacional italiano que compitiera con otros cines –reservando un lugar privilegiado a la cinematografía alemana-, y durante los primeros años de actividad, hasta su interrupción durante la Segunda Guerra Mundial, fue un espacio fértil para la exhibición de películas de propaganda. Los casos de la Berlinale y del Festival de San Sebastián, salvando las distancias entre sí, ambos creados en periodo de posguerra, fueron indisociables de un contexto de Guerra Fría. Mientras el primero, creado por el ejército norteamericano, intentaba redefinirse en una ciudad atravesada literalmente por un muro ideológico, el segundo, concebido en plena dictadura, se convirtió en el buque insignia cultural de la etapa desarrollista del régimen. En definitiva, unas «olimpiadas del cine» atravesadas por intereses de Estado, como apunta Marijke de Valck en Film Festivals: From European Geopolitics to Global Cinephilia.

Y, por supuesto, el Festival de 1968 tampoco distó de un clima internacional que protestaba contra las estructuras cada vez más encorsetadas de los certámenes: tras haber sufrido durante más de dos años las imposiciones de la censura franquista, se proyectó fuera de concurso el filme Ama Lur (Nestor Basterretxea, Fernando Larruquert), un esfuerzo de resistencia cultural que el régimen trató de desvirtuar. Algunos medios internacionales también registraron una serie de protestas por parte de la juventud vasca tras el fin de la proyección de la cinta estadounidense The Legend of Lylah Clare (Robert Aldrich), con lanzamiento de panfletos pro-Vietnam bajo el grito de «Yankees go home». Y en medio de la pretendida calma, el más ensordecedor de los bullicios: la censura sufrida en directo por la retrospectiva del New American Cinema, tras tres jornadas de proyecciones.