Organizadores
con la colaboración de
patrocinador
Escribir sobre la historia de la relación del Festival de San Sebastián y el cine vasco obliga a plantearse la siguiente pregunta: ¿qué es y cómo se ha definido históricamente el cine vasco? ¿Ha participado el certamen, bien de manera teórica, bien en la práctica a través de su selección, en dicha definición? [1]
El año 2009, una nueva sección vio la luz en el Festival de San Sebastián. Se trataba de Zinemira, cuyo objetivo era, recogiendo el testigo de la malograda Jornada del Cine Vasco, proporcionar un espacio en el que el cine vasco se pudiera ver a lo largo de los nueve días de duración del Festival.
En el año 2011 el certamen creó un premio específico transversal para dicho cine, patrocinado primero por la empresa Serbitzu y, a partir del 2013, por Irizar. Es entonces cuando el Festival tuvo que responder a la pregunta: ¿Qué películas iban a poder optar al premio al cine vasco?
En el primer reglamento del 2011 se publicaba que «podrán optar al Premio ‘Serbitzu Saria’ todos los largometrajes inéditos programados en cualquiera de las secciones del Festival que tengan, al menos, un 51% de producción vasca…».
El certamen se sumaba, por lo tanto, a aquella corriente de pensamiento que, a partir de la década de los noventa, proponía una visión más pragmática en la definición del cine vasco y que consideraba que «citando una expresión muy gráfica de Ángel Amigo, se puede decir que cine vasco será aquel que cotice a la Hacienda Vasca»[2]. El criterio del certamen para considerar una película vasca, alineado con el de la administración, era, por lo tanto, que la mayor parte de su producción fuera de la Comunidad Autónoma Vasca.
Sin embargo, en los escasos diez años de vida de este premio, su reglamento fue mutando en varias ocasiones, de manera leve pero significativa, alejando la posición del certamen del pragmatismo de los noventa y acercándolo a una diversidad de criterios que se manejaron, con mucha pasión, en el debate que se generó en la década de los ochenta en Euskadi.
En primer lugar, a los tres años de su creación, en el 2014, el nuevo reglamento redujo significativamente el porcentaje de producción permitiendo que pudieran optar al premio aquellas películas con solo un 20% de producción vasca. En 2018 se incorporó la variable de que las películas que optaban a dicho premio podían saltarse el requisito de la producción, si estaban habladas mayoritariamente en euskara. En último lugar, muy recientemente, en el 2021, se produjo una última apertura: podrían formar parte de la Sección Zinemira y, por lo tanto, optar al premio, aquellas películas de estreno que, aunque no hubieran sido producidas en la Comunidad Autónoma Vasca o fuesen en euskara, tratasen una temática cultural específicamente vasca.
Por lo tanto, en la actualidad, optan al premio Irizar al cine vasco las películas con un 20% de producción vasca y/o habladas mayoritariamente es euskera y/o que tengan como tema principal la cultura vasca.
Es decir, el origen de su producción, el idioma principal utilizado y el tema que tratan son los criterios de definición del cine vasco aceptados por el Festival en la actualidad. Estas aperturas de los últimos años parecen estar acercando al certamen a aquellas posiciones que, en pleno calor de la transición democrática, defendían un cine vasco producido en Euskadi, realizado en euskara y que reflejara temas cercanos a la cultura o la realidad vasca.
Y es que la historia del debate sobre el cine vasco y de la polémica sobre su definición arrancó en la transición democrática española. Fue entonces cuando en Euskadi surgió un peculiar debate sobre lo que «debía ser» el cine (en aquel entonces, nacional) vasco. Estaba naciendo la España de las autonomías. Era época de redefinición y redescubrimiento en muy diversos campos y, entre ellos, en el cultural. Muchos cineastas, críticos y teóricos reflexionaron y consideraron que su aportación a la recuperación de la identidad vasca debía darse en el campo de la cinematografía a través de la creación de un cine nacional. Pero el problema no iba a tardar en aparecer: la definición de cine nacional vasco era casi tan diversa como la cantidad de personas que decidieron intervenir en este debate.
No fue una controversia que se creó originariamente en Euskadi. Brotaba sobre un humus y en un contexto mucho más amplio: el de los cines nacionales de diversas partes del mundo. Así mismo, floreció en un momento histórico muy determinado y determinante que cabría definir con dos coordenadas básicas. Surgía, por un lado, en medio y al calor de una transición política de hondo calado, el de la dictadura a la democracia, con un indiscutible protagonismo de la creación de la España de las Autonomías. Por otro, estaba significativamente condicionado por teorías cinematográficas que nacían en diversos países al calor de los tiempos del mayo del 68. Sin embargo, el debate, tal y como tuvo lugar en Euskadi, adquirió rasgos específicos propios.
El primero de ellos es que el debate aterrizó en el territorio, por evidentes razones políticas, con diez años de retraso y, por lo tanto, entraría dentro de lo que se ha llamado «el largo mayo del 68». El segundo es que se trató de una polémica casi exclusivamente teórica y, más bien, apriorística. No tuvo lugar cuando una serie de historiadores, analistas, críticos y cineastas reflexionaron sobre un compendio de películas para tratar de hallar los rasgos que unificaban de algún modo, si es que eso fuera posible, los filmes, hasta poder hablar de una cinematografía nacional. En Euskadi se operaba de forma opuesta: se decidía a priori cuáles eran los factores que después debieran aplicarse a todo lo que se hiciera si es que quería ser considerado cine nacional vasco, convirtiendo unos criterios empleados por los historiadores, analistas, críticos y cineastas para clasificar, en normas prescriptivas.
Este «deber ser» del cine vasco tenía, además, no sin contradicción con los orígenes teóricos, una derivada práctica que consistía en que el «deber ser» teórico se planteaba, por parte de algunos, en el «deber hacer» de la administración. El cine nacional vasco pasaba a ser así, en ocasiones, el cine que determinados teóricos o cineastas exigían o pretendían que fuera subvencionado por el nuevo Gobierno Vasco.
Fue, también, en estrecha relación con este «deber ser», una disputa muy ideologizada. Y, consiguientemente, muy polémica, apasionada. Hasta el hastío, hartazgo, pesimismo y escepticismo que se dejó ver según pasaron los años. Con el tiempo, las administraciones se fueron posicionando a favor de una determinada concepción de lo que era o debía ser dicho cine, una posición más pragmática: cine vasco era el cine que se hacía en la Comunidad Autónoma Vasca.
En cualquier caso, el devenir más pragmático de este debate poco tuvo que ver con los momentos iniciales del mismo, llenos de entusiasmo y expectativas de futuro. Aunque es necesario constatar que se planteaba, desde sus comienzos, abierto a los criterios más diversos y dispares.
Antxon Eceiza, cineasta vasco vinculado en numerosas ocasiones al Festival de San Sebastián que estuvo especialmente volcado en la participación de dicha polémica, reflejaba, con lucidez y sorna a la vez, lo ocurrido en los siguientes términos:
AKELARRE DE CRITERIOS. Aquí se manejan –con toda energía, eso sí– el IUS LOCI, el IUS SANGUINIS (vulgo RH), las condiciones FISCALES, LINGÜÍSTICAS, ADMINISTRATIVAS y EXCLUSIONES AUTORITARIAS, hasta se producen auténticos CAMPEONATOS DE VASQUIDAD, en los que uno, si sabe gritar, o tiene apoyos fuertes, puede proclamarse vencedor y adjudicarse el al parecer glorioso Título MVQN…quiero decir, MÁS VASCO QUE NADIE…[3]
Esta disparidad de criterios que imperó en los ochenta y su revisión en la actualidad, obliga a hacerse la pregunta: ¿Está el Festival de San Sebastián volviendo a participar de este «akelarre de criterios» al alejarse de la visión más pragmática de los noventa y al abrir los criterios por los que se considera una película como vasca?
No parece que, en la actualidad, cineastas, teóricos y críticos vayan a volver a entrar a debatir (al menos con la misma pasión) sobre qué es o debería ser el cine (nacional) vasco. El contexto (la transición democrática y la creación de la España de las Autonomías, la necesidad de contribuir desde la cultura al rescate de una identidad que había sido borrada o invisibilizada por la dictadura de Franco, el deseo de crear una industria cinematográfica propia y autónoma, inexistente hasta ese momento), determinante en el fervor con el que sucedió el debate, ha cambiado mucho. En la actualidad, la industria audiovisual vasca, así como su relación con el certamen donostiarra, está consolidada; vive una especie de «época dorada».
En cualquier caso, algo de toda aquella polémica tuvo su reflejo en el Festival y su programación tal y como se describe en la historia de la relación entre el certamen y el cine vasco que se cuenta a continuación.
Se puede afirmar que el Festival ha atravesado varios periodos en su relación con la cinematografía vasca.
En la conferencia del curso de verano del 2014[4], después trasladada al libro Cine vasco: tres generaciones de cineastas[5], en la que se analizaba la relación del certamen con el cine vasco desde una perspectiva histórica y tomando como punto final el estreno de Loreak en el año 2014, concluía que el Festival había tenido tres fases en la relación con el cine vasco.
La relación del Festival de San Sebastián con el cine vasco ha atravesado, a lo largo de su amplia historia, tres fases.
El primer período, que iría entre la creación del Festival (1953) y la proyección de Ama Lur en el marco de este en 1968, es un período que podemos caracterizarlo de «no relación», o si se quiere de «no conocimiento mutuo». Son años en los que nada sabe uno del otro. Por motivos varios, evidentemente. Son, en efecto, los años del franquismo, años en los que, por lo mismo, el cine vasco ni existe mayormente en la realidad ni, por supuesto, se le permite existir, por decreto.
El segundo período, abierto por la selección de Ama Lur para la XVI Edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, es un período que se caracteriza por el mutuo conocimiento y progresivo reconocimiento. Es el período que arranca en el año 1968 y que podríamos extender, siempre con un grado de arbitrariedad evidente, hasta, por ejemplo, el momento en el que el Festival asume como propia la creación de la Sección Zinemira el año 2009. Este segundo período es aquél en el que la filmografía vasca va apareciendo, progresivamente con mayor frecuencia y relieve, en el marco del festival donostiarra, en sus diversas secciones.
La asunción organizativa de Zinemira podría ser entendida como la apertura de una tercera fase (…) Consolidado, por una parte, como un certamen Internacional de primer orden, y, por lo mismo, constituido como una indiscutible plataforma internacional para toda proyección cinematográfica que tenga lugar en el marco de la misma, el Festival adquiere una actitud notablemente más proactiva respecto al cine vasco.
El Festival se convierte, de esta forma, en una plataforma progresivamente más interesante y de mayor peso para la notoriedad y la internacionalización del cine que se produce en el País Vasco, a la par que intenta que todo ello redunde en la progresiva creación y consolidación de una industria cinematográfica vasca[6].
Habiendo transcurridos siete años desde la escritura de aquel texto, toca ahora reformular el marco histórico y las fases, dotándolas de nuevos hitos y contextualizándolas dentro de la historia del Festival y en el marco académico del estudio de festivales. Y, por supuesto, toca actualizar todo lo acontecido en dicha relación después del estreno de Loreak (Jon Garaño y Jose Mari Goenaga) en el 2014.
Se podría resumir que el Festival ha atravesado tres grandes fases en su relación con la cinematografía vasca: 1953-1978; 1978-1989 y 1989/actualidad que a su vez coincide, como no podía ser de otra manera, con las tres grandes fases marcadas por los teóricos e historiadores del campo de los estudios de festivales en la historia de los certámenes internacionales.
La primera, tal y como se contemplaba en el texto anterior, es una etapa de «no relación»; pero el punto y final no lo estableció, tal y como se decía entonces, el estreno de Ama Lur en 1968, sino el estreno de El proceso de Burgos en 1978.
El estreno de Ama Lur, de Nestor Basterretxea y Fernando Larruquert, el 10 de julio de 1968 en la Sección Oficial fuera de concurso de la XVI edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, supuso un hito de máxima importancia histórica: era el primer largometraje de producción vasca que programaba el certamen[7]. Sin embargo, no supuso un pistoletazo de salida en esta relación, ya que hubieron de pasar once años para volver a encontrar una película vasca entre la programación del Festival. Lo «vasco», o la traducción epidérmica y simplista de la época franquista, se dejaba ver en el Festival en varias manifestaciones «folklóricas» como, por ejemplo, en los txistularis, dantzaris y las poxpolinas[8] que solían hacer acto de presencia en las diversas alfombras rojas del certamen.
La presencia de El proceso de Burgos en el Festival, con la consabida polémica que se generó al respecto, sí supuso, sin embargo, el arranque de una segunda fase que podría concluir en 1989 con el estreno de Ke arteko egunak de Antxon Eceiza, la primera película en euskara que compitió por la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.
Fueron los años de la polémica en torno al cine nacional vasco y años también que el certamen donostiarra empezó a recoger, con amplitud, películas vascas en su programación.
De esta época datan filmes como Sabino Arana (1980) de Pedro de la Sota y José Julián Bakedano, La fuga de Segovia(1981) de Imanol Uribe, 7 calles (1981) de Juan Ortuoeste y Javier Rebollo, La conquista de Albania (1983) de Alfonso Ungría, Euskadi, hors d’etat (1983) de Arthur Mac Caig, El pico (1983) de Eloy de la Iglesia, Erreporteroak–Reporteros(1984) de Iñaki Aizpuru, Tasio (1984) de Montxo Armendáriz, Otra vuelta de tuerca (1985) de Eloy de la Iglesia, Golfo de Vizcaya (1985) de Javier Rebollo, Kalabaza Tripontzia (1985) de Juanba Berasategi, 27 horas (1986) de Montxo Armendáriz, Ander eta Yul (1988) de Ana Díez, Viento de cólera (1988) de Pedro de la Sota o Itsaso urdina–El mar es azul (1988) de Juan Ortuoste, que se programaron en distintas secciones del Festival.
Fueron años muy convulsos, politizados y desentralizadores en la historia del certamen donostiarra, que se podrían englobar dentro de lo que se ha denominado «largo mayo del 68».
Tal y como lo recoge Pablo La Parra en el texto «El Festival fuera del palacio. Una aproximación al «68 tardío» del Festival de San Sebastián»:
Es importante subrayar que las lecturas más sofisticadas del periodo –desde el imprescindible estudio de Kristin Ross hasta contribuciones recientes en el campo de los estudios cinematográficos– insisten en la necesidad de expandir geográfica y cronológicamente la comprensión del largo 68. Se trata, en suma, de desprovincializar («deprovincialize») el 68 en el sentido preciso que le da este término Harry Harootunian: no sólo prestar atención a las geografías periféricas que han sido ignoradas en los análisis tradicionales sino, sobre todo, ampliar las posibilidades del análisis histórico para desarrollar periodizaciones complejas y entrelazadas, capaces de superar narrativas unidireccionales.
El Festival de San Sebastián, «… protegido por el paraguas represivo del franquismo, la edición de 1968 transcurrió bajo una relativa normalidad. Podría concluirse, por lo tanto, que San Sebastián estuvo al margen de estas transformaciones. Esta aproximación coincide en gran medida con la mirada melancólica y ensimismada común en la crítica y los estudios académicos, que subraya la singularidad incomparable de la cultura cinematográfica española. Adoptando una mirada histórica expandida, mi tesis apunta en otra dirección: San Sebastián no fue ajeno a las transformaciones que conocieron otros festivales en el largo 68, si bien las mismas se desarrollaron con casi una década de desplazamiento en la segunda mitad de los años setenta».
Desde finales de la década de los setenta, el certamen donostiarra se transformó y se descentralizó. Un ejemplo de ello es la creación de la sección Barrios y Pueblos que llevaba la programación del festival más allá de sus sedes oficiales (tal y como el nombre de la nueva sección indicaba) y que acercaba una programación que hasta entonces se había entendido que era para unos pocos privilegiados a espacios y espectadores más populares. La sección estuvo vigente hasta 1986[9]; despareció tres años antes del hito que marca el final de esta etapa del certamen con el cine vasco que no es otro que el estreno de Ke Arteko Egunak (Días de humo; Antxon Eceiza, 1989), filme que buscaba cristalizar el movimiento del cine nacional vasco, darle un nuevo impulso y un arranque definitivo, pero que no dejó de ser un punto de llegada, un callejón sin salida. Habrían de pasar veinticinco años hasta volver a encontrar una película en euskara en la Sección Oficial del Festival.
A partir de la década de los noventa se abrió una nueva etapa mucho más pragmática y se inauguró también una tercera fase en esta relación, una que se podría definir de «normalización» entre el cine vasco y el Festival.
Películas como Terranova (1990) de Ferran Llagostera, Siempre felices (1991) de Pedro Pinzolas, El maestro de esgrima(1992) de Pedro Olea, La gente de la Universal (1993) de Felipe Aljure, Días contados (1994) de Imanol Uribe, Rigor Mortis (1996) de Koldo Azkarreta o Perdita Durango (1997) de Álex de la Iglesia formaron parte de la selección del certamen.
Sin embargo, en lo que respecta al cine vasco, y bajo las direcciones de Peio Aldazabal (1990), Rudi Barnet (1991-1992), Manuel Pérez Estremera (1993-1994) y Diego Galán (1995-1999, su segundo periodo como director), el Festival no consiguió terminar de funcionar verdaderamente como una plataforma de descubrimiento e internacionalización de los cineastas vascos.
Quedaron fuera del Festival de San Sebastián películas que supusieron una renovación estética y generacional clara, tales como Vacas (presentada en el Festival de Cannes en 1993) y La ardilla roja (presentada en la sección Panorama del Festival de Berlín en 1992) de Julio Medem; Acción Mutante (1993) y El día de la bestia (presentada en el Festival de Venecia en 1995) de Álex de la Iglesia; Cómo ser feliz y disfrutarlo (1994) y Cachito (1996) de Enrique Urbizu; Salto al vacío (presentada en la sección Panorama del Festival de Berlín en 1994), Pasajes (presentada en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes de 1996) y A ciegas (presentada en el Festival de Venecia en 1997) de Daniel Calparsoro; La madre muerta (presentada en el Festival de Venecia en 1993) y Airbag (1997) de Juanma Bajo Ulloa…
La excepción a esta situación la produjo Alas de mariposa de Juanma Bajo Ulloa que, en 1991, compitió en la Sección Oficial, alzándose además con la Concha de Oro a la Mejor Película.
Fruto de la lectura de ese «fracaso» en el descubrimiento de cineastas vascos, y ya bajo la dirección de Mikel Olaciregui, esta tercera fase contó con un hito organizativo de la arquitectura de las secciones del certamen.
Tal y como se recogía en el texto publicado en «Cine vasco: tres generaciones de cineastas[10]«:
La Jornada del Cine Vasco tendría como objetivo mostrar un panorama, lo más completo y representativo posible, de las producciones vascas del año. Formaban parte de esta sección películas de estreno y las que ya se habían exhibido en las salas de cine. Se buscaba así consolidar el Festival como plataforma de internacionalización de las producciones locales que encontrarían en el certamen el mejor aliado para dar a conocer sus producciones tanto a la prensa, como a los agentes de ventas y distribuidores de todo el mundo.
Sin embargo, esta iniciativa no llegó a cumplir plenamente sus objetivos. Debido a que las entradas a estas sesiones se entregaban en forma de invitaciones a través de instituciones y de los diferentes agentes de la industria vasca, la Jornada del Cine Vasco se convirtió en una «fiesta propia», en un lugar de encuentro para la cinematografía vasca. Pero, nunca llegó a tener poder de convocatoria para la industria y prensa extranjera.
Fruto de la reflexión del «fracaso» que suponía año tras año la Jornada del Cine Vasco, en el año 2009 se creó la Sección Zinemira. Gracias a ella, el cine vasco se podría ver cada día del Festival.
La sección se podía subdividir en tres apartados. En primer lugar, se programaban estrenos de películas vascas. En segundo lugar, se creó el apartado Panorama para aquellos filmes que ya se habían estrenado en cines comerciales. Y, en tercer y último lugar, se comenzó a exhibir la selección de cortometrajes del programa Kimuak, iniciativa del Departamento de Cultura del Gobierno Vasco y Filmoteca Vasca que tiene como objetivo la difusión de los más destacados cortometrajes vascos del año.
También fruto de la misma lectura y de la voluntad de «enmendar el error» fue el hecho de que, bajo la dirección de Mikel Olaciregui, primero, y José Luis Rebordinos, después, varios cineastas vascos, que dieron el salto a trabajar en Madrid, volvieron a ser programados en diversas secciones del certamen, aunque ya no se pudiera considerar, según la propia normativa del Festival, que estuvieran haciendo «cine vasco». Es el caso, por ejemplo, de Enrique Urbizu (No habrá paz para los malvados, 2011, Sección Oficial; Gigantes, 2018, Sección Oficial, fuera de Concurso) o Alex de la Iglesia (Las brujas de Zugarramurdi, 2013 Sección Oficial Fuera de Concurso; Mi gran noche, 2015, Sección Oficial fuera de concurso). Las películas de Daniel Calparsoro y Julio Medem también figuraron, en estos años, en secciones panorama (no competitivas) como Made in Spain.
En el terreno de la programación de cine vasco, el hito de esta etapa sucede en el 2014, cuando veinticinco años después, los espectadores y asistentes al certamen donostiarra pudieron encontrar una película en euskara, Loreak compitiendo por alzarse con la Concha de Oro. A partir de entonces se produjo un verdadero boom, reflejo de lo que estaba sucediendo en la industria cinematográfica vasca, y el cine vasco (y el cine en euskara) empezó a poblar todas y cada una de las secciones del Festival, incluida su Sección Oficial.
Largometrajes como Lasa eta Zabala (Pablo Malo, 2014, Sección Oficial fuera de competición), Los tontos y los estúpidos (Roberto Castón, 2014, New Directors), Negociador (Borja Cobeaga, 2014, Zabaltegi-Tabakalera), Pikadero (Ben Sharrock, 2015, New Directors), Amama (Asier Altuna, 2015, Sección Oficial), Sipo Phantasma (Koldo Almandoz, 2016, Zabaltegi-Tabakalera), Handia (Aitor Arregi y Jon Garaño, 2017, Sección Oficial), Morir (Fernando Franco, 2017, Sección Oficial Proyecciones Especiales), Oreina (Koldo Almandoz, 2018, New Directors), Dantza (Telmo Esnal, 2018, Sección Oficial Proyecciones Especiales), Un día más con vida/Another Day of Life (Raúl De la Fuente y Damian Nenow, 2018, Perlak), La trinchera infinita (Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga, 2019, Sección Oficial), Las letras de Jordi (Maider Fernández Iriarte, 2019, New Directors), O que arde (Lo que arde; Oliver Laxe, 2019, Perlak), Ane (David Pérez Sañudo, 2020, New Directors), Hil Kanpaiak (Imanol Rayo, 2020, New Directors) se han presentado en el Festival de San Sebastián.
Además, muchas de estas películas fueron recogidas en el palmarés oficial recibiendo el reconocimiento del jurado e impulsando su proyección internacional. Es el caso, por ejemplo, de La trinchera infinita, que se alzó con la Concha de Plata al mejor director y el Premio del Jurado al mejor guion (Luiso Berdejo, Jose Mari Goenaga); de Un día más con vida, que ganó el Premio del Público Ciudad Donostia/San Sebastián de la Sección Perlak; Handia, que recibió el Premio Especial del Jurado; o La herida (Fernando Franco, 2013), que recibió el Premio Especial del Jurado y la Concha de Plata a la mejor actriz para Marian Álvarez.
Otros muchos cineastas vascos como, por ejemplo, Lara Izagirre, Pablo Iraburu y Migueltxo Molina, Juanma Bajo Ulloa, Olatz González Abrisketa y Jørgen Leth, Juan Barrero, Iratxe Fresneda, Maider Oleaga, Fermín Muguruza, Kepa Sojo, Justin Webster, Asier Urbieta, Maria Elorza y Maider Ferrnández Iriarte, Mikel Rueda, Patxo Tellería, Juanmi Gutiérrez, Josu Martínez, Juan Palacios, David Arratibel, Juanba Berasategi, Raúl de la Fuente, Irati Gorostidi y Arantza Santesteban, Txuspo Pollo, Raúl Urkijo, Helena Taberna, Iñaki Arteta, Koldo Serra, Aitziber Olaskoaga, David González Rudiez, Aitor y Amaia Merino presentaron sus películas en la Sección Zinemira a lo largo de estos años.
El premio Serbitzu/Iriziar al cine vasco lo ganaron Bi Anai (2011) de Imanol Rayo, Pura vida (2012) de Pablo Iraburu y Migeltxo Molina, Asier eta biok (2013) de Aitor y Amaia Merino, Negociador (2014) de Borja Cobeaga, Amama (2015) de Asier Altuna, Pedaló (2016) de Juan Palacios, Handia (2017) de Aitor Arregi y Jon Garaño, Oreina (2018) de Koldo Almandoz, La trinchera infinita (2019) de Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goeanga y Ane (2020) de David Pérez Sañudo.
La sección Zabaltegi-Tabakalera, la zona abierta del Festival, también se fue erigiendo en un espacio para presentar cortometrajes vascos al mundo. Este fue el caso de Ya no duermo (Marina Palacio, 2020), Autoficción (Laida Lertxundi, 2020), Leyenda dorada (Ion de Sosa y Chema García Ibarra, 2019), Lursaguak (Izibene Oñederra, 2019), 592 metroz goiti (Maddi Barber, 2018), Plágan/Plague (Koldo Almandoz, 2017), Gure Hormek/Las chicas de Pasaik (María Elorza y Maider Fernández Iriarte, 2016), Caminan (Mikel Rueda, 2016), Duellum (Tucker Dávila Wood, 2015), Zarautzen erosi zuen (Aitor Arregi, 2014), Hubert le blonden azken hegaldia (Koldo Almandóz, 2014) o Soroa (Asier Altuna, 2014).
Esta tercera etapa estuvo también definida por alinearse con las características generales que los estudios de los festivales han adjudicado a la tercera fase de la historia de los certámenes internacionales. Es lo que Aida Vallejo[11], refiriéndose a su vez a la obra de Marijke de Valck[12] define como «la era de la industria» y que conlleva, entre otras características, la institucionalización y profesionalización de los certámenes, y la inclusión de actividades industriales en sus programas.
Ya bajo la dirección de José Luis Rebordinos, el certamen donostiarra tomó una serie de decisiones que hacían que, sin dejar de atender a su objetivo de visibilizar e internacionalizar el cine vasco, el Festival emprendiera la tarea de contribuir al tejido de la industria cinematográfica vasca: bien acompañando el desarrollo de proyectos vascos con el Foro de Coproducción Europa América Latina (creado en 2012) y el programa de residencias Ikusmira Berriak, coorganizado junto a Tabakalera y Elías Querejeta Zine Eskola (creada en el 2015), bien participando más activamente en el diálogo con los agentes del territorio, como las dos asociaciones de productoras vascas (Ibaia y EPE/APV).
Proyectos como Claria (Luis Ángel Ramírez, 2012), Pieta (Iñaki Elizalde 2012), La puerta del amor (Ana Díez, 2013), Operación concha (Antonio Cuadri, 2013), Walls (Pablo Iraburu y Migueltxo Molina, 2014), Akelarre (Pablo Agüero, 2017), El doble más quince (Mikel Rueda, 2017), Nora (Lara Izagirre, 2018) o Karmele (Asier Altuna, 2019), participaron, crecieron y se concluyeron también gracias al Foro de Coproducción.
Los proyectos Ira 26-2 –después titulado Muga deitzen da pausoa– (Maider Oleaga, 2015), Fantasía (Aitor y Amaia Merino, 2016), Suro (Mikel Gurrea, 2016), Las letras de Jordi (Maider Fernandez Iriarte 2017), 918 gau (Arantza Santesteban, 2018), Jo ta ke (Aitziber Olaskoaga, 2019), O corno do centeo (Jaione Camborda, 2020) o Y así seguirán las cosas (Marina Palacio, 2021), se desarrollaron en el programa de residencias de Ikusmira Berriak.
Varios indicios hacen presagiar que en la actualidad estamos ante el cierre de esta tercera etapa, cabalgando hacia una cuarta.
La digitalización arrancada en la década de los 2000 que generó nuevos modelos de producción, distribución y exhibición, así como una revolución en los procesos de trabajo del certamen; la crisis económica del 2008 que introdujo el concepto de sostenibilidad tanto medioambiental como del evento (de los nueve días de septiembre) en sí mismo; la conciencia sobre la perspectiva de género y el debate sobre la identidad de género y raza; la incorporación de la academia a los certámenes promoviendo una mayor autorreflexión; y la convulsión generada por la pandemia de la Covid-19 que rompió temporalmente con la jerarquía competitivo-colaborativa del circuito internacional de los festivales y puso en duda el requisito de «presencialidad» de los eventos… Son hechos que hacen pensar que estamos ante un cambio de paradigma.
Tanto el Festival de San Sebastián, como la industria del cine vasco se enfrentan, por lo tanto, a estos cambios estructurales de forma conjunta.
El Festival de San Sebastián es, y seguirá siendo, una celebración comunitaria del mundo del cine que sucede en San Sebastián, de una manera intensa, a lo largo del nueve días de septiembre. Una celebración en la que se exhiben y promocionan películas, se desarrollan proyectos cinematográficos y se fomenta el pensamiento y el debate en torno al cine. Pero a partir del 2021, con la creación de Z365, es también una institución que trabaja los 365 días del año para promover la formación y la transmisión de conocimientos de cine, para acompañar el desarrollo de proyectos cinematográficos y para impulsar la investigación y la divulgación.
En este nueva fase que se abre, tanto el Festival/evento, como el Festival/institución tendrán que encontrar la manera, junto con los diversos agentes que forman parte del tejido industrial y creativo, y los compañeros de camino con los que comparten objetivos y programas como la escuela de cine Elías Querejeta, el proyecto cultural de Tabakalera y la Filmoteca Vasca, para seguir siendo útil, de una manera integral, al desarrollo del cine y los cineastas vascos, desde la propia formación hasta la exhibición de sus películas.
[1] Este ensayo fue originalmente publicado en: Quim Casas (coord.), Zinemaldia 1953-2022: singularidades del Festival de Donostia / San Sebastián. Nosferatu 18 (San Sebastián: Donostia Kultura, Filmoteca Vasca, Festival de San Sebastián, 2022)
[2] «El cine vasco, algo de dudosa existencia», Santos Zunzunegui, El Correo español-el pueblo vasco, 26 de enero de 1983.
[3] Conferencia de Antxon Eceiza impartida en un Curso de verano de la Universidad Pública Vasca en 2001. Las mayúsculas forman parte del texto original que pertenece a su archivo personal.
[4] Conferencia sobre el cine vasco en el Festival de San Sebastián impartida por Maialen Beloki en Cine Vasco: tres generaciones de cineastas, curso de la Universidad Pública del País Vasco, organizado por la Filmoteca Vasca, 2014.
[5] Cine vasco: tres generaciones de cineastas, Joxean Fernández, (ed.), Fundación Filmoteca Vasca, 2015.
[6] Cine vasco: tres generaciones de cineastas, Joxean Fernández (ed.), Fundación Filmoteca Vasca, 2015; del artículo «Cine Vasco en el Festival de San Sebastián», Maialen Beloki, pp. 183-184.
[7] El cortometraje Pelotari de Néstor Basterretxea y Fernando Larruquert fue el precedente que se estrenó en 1965 en la Sección Oficial Fuera de Concurso.
[8] Hombres que tocaban el txistu (instrumento musical tradicional vasco), bailarines de la euskal dantza (danza tradicional vasca) y mujeres vestidas con el traje tradicional de neska (chica).
[9] La última edición de la Sección Barrios y Pueblos se produjo en 1986, aunque en una versión mucho más reducida que las previas. Los pases de 1986 se extendieron solo a Arrasate-Mondragón y sucedieron, además, la semana posterior a la Clausura del Festival.
[10] Cine vasco: tres generaciones de cineastas, Joxean Fernández (ed.), Fundación Filmoteca Vasca, 2015; del artículo «Cine Vasco en el Festival de San Sebastián», Maialen Beloki, pp. 181-182.
[11] «Festivales cinematográficos en el punto de mira de la historiografía fílmica», Aída Vallejo, Universidad Pública del País Vasco.
[12] «Film festivals, from European Geopolitics to Global Cinephilia», Marijke del Valck, Amsterdam University Press, 2007.