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Nos remontamos a principios de los años 70 y te imaginamos como una mujer joven que ya tiene inquietudes cinéfilas. ¿Para ti qué significaba el Festival de San Sebastián y qué relación tenías con él?
Mi relación es muy sencilla. En el año 72 me quedo enamorada de Katharine Hepburn y resulta que en el 72 hay un ciclo de Howard Hawks en el Festival. Ponen La fiera de mi niña [Bringing Up Baby, 1938] y, a pesar de que aún no era mayor de edad, como ya estaba acostumbrada a colarme en algunos cines con ayuda de mi madre, decido que quería ir al Festival a verla. Tengo todavía la entrada de aquella sesión. También me gustaba Barbara Streisand y creo que la segunda película que vi fue el remake de El sueño eterno con Elliott Gould [The Long Goodbye/Un largo adiós, Robert Altman, 1973]. No es que fuera cinéfila a tope y fuera a ver un Pasolini. Katharine Hepburn y Elliott Gould, que entonces era el marido de Barbara Streisand.
1976 fue un punto de inflexión en este modelo de «Festival feliz» que daba la espalda a la tensa realidad política y social de los últimos años de la dictadura: el asesinato de Jesús María Zabala en Hondarribia puso al Festival en el punto de mira de los movimientos sociales.
Recuerdo que la gente que teníamos entradas nos negamos a ir al Festival aquel año, las regalamos como protesta. No se quiso ir a ese Festival. Yo me acuerdo, en el Paseo República Argentina regalándole a unas señoras un par de entradas. No queríamos ir, pero por otro lado entendíamos la pasión de la gente. Antes tener entradas del Festival era maravilloso, tampoco nuestro compromiso era tal como para romper la entrada delante de la puerta [risas]. Pero fue muy tenso: Zabala fue asesinado justo antes de empezar el Festival.
Barrios y Pueblos, una iniciativa en la que participaste directamente, es quizá uno de los ejemplos más claros de las transformaciones que conoció el Festival a partir de 1977, pero sus antecedentes se remontan años atrás.
Yo ya estaba vinculada al cineclub de Gros, en la Asociación de Vecinos. Todo estaba muy ligado y conectado: Asociación de Vecinos, cineclub, las películas en la pantalla blanca. El cineclub estaba en la calle Padre Larroca, enfrente de los taxis, era el típico hueco magnífico para reuniones, asambleas y cinefórums. Y yo creo que a partir de ese conglomerado de cineclub «asociacionero», surge la posibilidad de participar en Barrios y Pueblos.
Barrios y Pueblos era lo que tenía que haber para quitarle al Festival el componente del glamour, las estrellas, Hollywood. Había que politizarlo, había que salir al pueblo. A los que estaban arriba del Festival les interesaba preservar un Festival de cine glamouroso e institucional, pero había que mantener un poco contentos a los que estaban pidiendo participación.
No lo digo ni por romper los esquemas ni irónicamente, pero para muchos de nosotros [participar en Barrios y Pueblos] era una forma de tener una acreditación, aunque fuera muy precaria, para el Festival. Lógicamente no te daba acceso al Victoria Eugenia, pero nosotros en aquella época tampoco éramos del Victoria Eugenia: éramos más del Astoria [por aquello de que] «el pueblo unido jamás será vencido». Yo creo que todo cinéfilo o cinéfago donostiarra ha querido estar alguna vez presente en el Festival.
¿Qué películas llegaban a las pantallas de Barrios y Pueblos?
El problema en aquellos tiempos, como sigue sucediendo, es que suele haber normas: las películas a concurso sólo pueden proyectarse una vez o dos, en aquella época en el Victoria Eugenia o en el Astoria. Entonces, como no se podía pasar las películas a concurso (que en el fondo es lo que todos hubiésemos querido ver, lógicamente, también en los barrios y los pueblos) se hizo un cinéforum gigante, trashumante y bohemio, con películas que venían con el sello del Festival.
En el fondo, el cine que se llevó se podía haber llevado de cualquier otra manera. Y eso lo sabíamos todos. Si no me equivoco, no creo que se viera realmente una película de Festival que no fuera una copia de ciclos paralelos. Estoy segura de que no pusieron Alien [Ridley Scott, 1979] en el año en que estuvo aquí. Eso sí, eran películas que sí tenían ese punto rebelde, revolucionario, llámalo como quieras.
Has dicho que era la primera vez que tenías la oportunidad de presentar películas. Esto era algo bastante inédito en el Festival: en el Festival tradicional no había presentaciones y coloquios.
Tampoco es que me sintiera que estaba formando parte del Festival con mayúsculas. El Festival, para todos yo creo, era otra cosa. Pero desde luego no fue una pérdida de tiempo. Si me pongo en plan personal puedo decir que el origen de todo está ahí: si presento películas ahora en Tabakalera y hoy estoy con vosotros es porque mis primeras presentaciones fueron en la Asociación de Vecinos de Gros y en Barrios y Pueblos.
Desde su primer año, Barrios y Pueblos acogió algunas proyecciones míticas, como el pase de Novecento en Intxaurrondo con la asistencia de Bernardo Bertolucci y Laura Betti. ¿Estuviste allí?
No, yo recuerdo la parte más cotidiana de la sección. Lo de Novecento es algo parecido a cuando este año [2019] Ken Loach se unió a las [huelguistas] de las residencias. Me imagino que fue un gran golpe, aprovechando que Bertolucci es Bertolucci, como Loach es Loach. Me parece una jugada maestra. Ahora suena magnífico: Bertolucci y Laura Betti [en Intxaurrondo]. Pero es que creo que nos veían como tierra de pelea: estaban en un festival de cine, todo glamour, pero se iban a la revolución, aunque fuera pequeña. Cuando sucedió esto yo estaría presentando en un pueblo. ¡Que no me quejo, es lo que tocaba! Y a mí me parecía genial: ibas a sitios que en el fondo no conocías, hablabas de cine, te tomabas un bocadillo y volvías. Era muy poco institucional, ni te traían, ni te llevaban: ibas con la gente. El Festival no ponía ni un autobús, sino que había que presentar una película e íbamos. Era el momento: había tantísimos movimientos, el EMK [Euskadiko Mugimendu Komunista], la ORT [Organización Revolucionaria de Trabajadores], las Asociaciones de Vecinos… El Festival sabía que no podía oponerse a todo este impulso.
¿Se llenaban los pases [de Barrios y Pueblos]? Imaginamos a un público muy distinto al que era habitual en el Festival hasta la fecha.
Sí. Estas fuerzas que ahora recordamos con cierta nostalgia (la ORT y demás) tenían mucha capacidad de convocatoria. Además, las sesiones se hacían en los pequeños espacios de cineclubs y asociaciones de vecinos, que se llenaban enseguida. El público era lo que ahora llamaríamos «borroka» (pero que yo creo que antes tenía más poso cultural e ideológico) y toda esa gente para la que ir a un cineclub era un acto reivindicativo. Hasta las proyecciones de cine en el colegio Jesuitas eran liberales, imagínate en una Asociación de Vecinos, en Elgeta o en barrios y pueblos obreros como Intxaurrondo, Alza, Ermua y Eibar. El ambiente era tal que hasta los que iban por el señuelo del Festival de Cine, sabían que casi todo lo que no fuera [institucional/oficial] era revolucionario y contra el sistema.
Según las historias que hemos ido reconstruyendo, en muchas ocasiones las sesiones de Barrios y Pueblos se convirtieron en verdaderas proyecciones de guerrilla organizadas por activistas de la Asamblea de Mujeres o de EHGAM, con activistas gays como Mikel Martín Conde presentando películas de Fassbinder.
Muchas hemos sobrevivido paralelamente. La figura de Mikel es la de un superviviente nato de todo tipo de palizas. Todos hemos llegado de Barrios y Pueblos a compartir platea en [el Festival de Cine de] Derechos Humanos del Victoria Eugenia. La trayectoria es esa. En aquellos tiempos era todo tan difícil, que [Barrios y Pueblos] era el único espacio que podían tener EHGAM o la Asamblea de Mujeres. Y yo también lo entendía, claro, pero también había discrepancias. Yo decía «si estamos en el Zinemaldi vamos a hablar de cine: yo quiero poner Cabaret [Bob Fosse, 1972], West Side Story [Robert Wise, Jerome Robbins, 1961], Alien [Ridley Scott, 1979] o algo de terror». Y te decían que no, porque ahí no había debate. Luego hemos aprendido el debate que hubiese podido tener Cabaret o West Side Story, pero musicales, no querían.
¿Primaba un criterio de programación muy militante?
Exacto, claro.
¿Y había coloquios?
Sí, pero lo que suele pasar y sigue pasando: interesaba más el tema que el acto cinematográfico y a mí eso me ponía y me sigue poniendo de muy mal humor. Es como si hubiera películas que son «de debate» y películas que no lo son. Entonces yo tenía muchas limitaciones o carencias tanto cinematográficas como revolucionarias y a veces no podía mantener el nivel de los coloquios. Las discusiones temáticas eran a veces muy poderosas. Teníamos, entre muchas comillas, comisarios políticos, en el mejor sentido de la palabra. Gente que estaba muy imbuida en una ideología mucho más profunda y discutía mucho de la diferencia entre el PCE [Partido Comunista de España] y el PCI italiano o Carrillo. O de los odios entre el EMK y ORT. Las películas estaban muy dirigidas al momento y a lo que se quería contar. Por ejemplo, en alguna película en la que hubiese un traidor el debate era muy profundo: «¿tiene derecho a traicionar a la causa?», «¡Ten en cuenta que en el fondo es un guerrillero!», «¿Cuál fue la actitud del PC en la Segunda Guerra Mundial?». Yo, en el fondo, era muy tonta o demasiado joven. También ahí recibí mi primer baño no de multitudes sino de horror. Recuerdo estar presentando El general de la Rovere [General della Rovere, Roberto Rossellini, 1960] y se me ocurrió decir que no se era una película de Hollywood como las que estábamos acostumbrados a ver. ¡Casi me echaron tomates! Por supuesto, el público ya suponía que Rossellini no hacía cine a lo Hollywood. Lo comento, a nivel personal, para que seáis conscientes de mis limitaciones en aquella época. A mediados de los 70, yo no me había visto todo Rossellini ni existía la posibilidad de pasarnos películas. Yo también estaba descubriendo que había un cine más allá de Alien, La fiera de mi niña o El sueño eterno.
¿Y cómo te preparabas los coloquios?
A las bravas, leyendo lo que encontrabas. La mayoría de las películas no las conocías hasta después de haberlas visto. En las presentaciones situabas a la gente y la película y para eso conseguías información. Yo tenía amigos muy cinéfilos a los que pedía ayuda y después de verla era más fácil. Además, en el coloquio no estabas sola, siempre había más gente de los organizadores, de la Comisión Barrios y Pueblos. Sí que las preparaba pero no había ni Internet ni tantísimos libros de cine. Eran unas presentaciones habladas con la gente o con los libros que podías ir teniendo. Si era de un ciclo paralelo, leyendo aquellos libros pequeñitos que sacaba el propio Festival.
¿Dirías que tu participación en Barrios y Pueblos tuvo un componente de aprendizaje?
Sí. Por eso os he dicho desde el principio que si yo ahora presento pelis en todos los sitios que presento es porque todo empezó allí. Pero, sin desmerecerlo, os pongo en situación. La sensación era de un cierto descontrol e improvisación: los espectadores, el Festival, nosotros [mismos], los movimientos, la idea de lo que era un cineclub. Por lo menos yo lo viví así. Sabemos que existía Kresala, pero Kresala estaba en el centro de San Sebastián, en el edificio de la Caja de Ahorros Municipal, no estaba en el sótano de una Asociación de Vecinos. E Intxaurrondo era Intxaurrondo y Alza era Alza.
Nos llama mucho la atención cómo esta iniciativa, que con el clima eléctrico de los 70 tiene mucho empuje, poco a poco va perdiendo fuerza y hasta extinguirse a mediados de los 80, como desaparecieron muchas iniciativas utópicas de este periodo.
Cuando los que tiran del carro van perdiendo fuelle, los demás se van desintegrando. Son iniciativas muy personalistas, sin infraestructura: sólo los rollos de la película y un coche para que la gente que tiene que proyectarlas las proyecte si no hay proyeccionista en el lugar indicado. Nada más que eso. Como pasa con todos estos movimientos de base, cuando desaparecen las personas más movilizadas a los de arriba no les importa lo más mínimo. ¡Menudo descanso! Por otro lado, en cuanto las cosas empezaron a cambiar, al Festival no le interesaba lo más mínimo. Barrios y Pueblos fue un impuesto revolucionario. Y si no fue un impuesto revolucionario es porque directivas como las de Chillida o Larrandia no iban a decir que no a algo salido del pueblo. Pero con el paso de los años (y ya sé que los unos seguían matando, los otros también y seguía habiendo palos) las negociaciones para que no hubiera conflictos durante el desarrollo del Festival se llevaron a cabo por otros cauces. Eso también lo sabemos. Pero, como veis, no tuvo continuidad, nadie retomó la idea que, por ejemplo, en Berlín sí que existe. La sección ‘Berlinale goes Kiez’ lleva películas de sección oficial a cines de barrios muy diversos. Barrios y Pueblos sería una locura, pero al final todos los festivales han visto que no pueden estar encerrados solamente en las sedes oficiales.